Enviado: por Sergio Reyes II.
( * ).- Acorde con las creencias del universo mítico Taíno, al Dios Boinayel le estaba conferido la misión de velar por las lluvias y las corrientes acuáticas; en tal virtud, a él acudían los indígenas, con ofrendas, implorándole agua del cielo, en tiempos de sequía, o que detuviese las precipitaciones excesivas, que pudiesen ser causantes de inundaciones, daños a los cultivos agrícolas o poner en riesgo a la vida. Basados en esta cualidad, algunos científicos e historiadores se refieren a este como el “Dios llora-aguas” o “llora lluvias”, a partir de la explícita representación con que de manera gráfica el incipiente artista taíno bosquejó a la venerada deidad en múltiples petroglifos y pictografías legados a la posteridad como parte de la cultura de esa desaparecida raza, en las que aparece con copiosas lágrimas brotando de sus ojos, en alusión a las lluvias.
En el presente, todavía subyacen voces que con métodos similares e invocando otras deidades claman la propiciación de gratificantes lloviznas que consoliden la vida y la coexistencia de las diferentes especies que pueblan el Universo.
-I I-
Comenzó como una leve jarinita, de esas que apenas aplacan el polvazo que inunda los caminos y veredas, en tiempos de cuaresma y que penetra subrepticiamente en los bohíos dejando la impúdica estampa adherida a la superficie de muebles, cortinas y utensilios del hogar, para mortificación y bochorno de madres y mozas, que desfallecen de tanto sacudir.
Tronadas distantes, provenientes de las serranías, anunciaron desde la noche de la víspera la inminente llegada de la vaguada y en actitud preventiva, antes de despuntar el alba, el labriego tomó el rumbo del conuco, en busca de víveres y otros abastos, para esperar lo que sobrevendría, y de paso asegurar las amarras de portones y horconaduras de corrales y potreros y verificar la seguridad de animales de crianza y bestias de carga.
En adición a las previsoras medidas tomadas por el marido, la mujer ha echado pie en tierra, mas temprano de lo acostumbrado y, al tiempo que dispone el fogón para colar el café mañanero, ejecuta una inspección general de la casa y el rancho de la cocina, a fin de reforzar o apuntalar techos, paredes, rejones para crianza de aves domésticas y cualquier otra dependencia de la casa que pudiese ser afectada por las lluvias y ventarrones que se desprenden por estos lares. De manera adicional, ha decretado encierro preventivo, en el recinto de la cocina, para dos robustas y prolíficas ponedoras que, con su ejército de bulliciosos polluelos a rastros, ya hacían aprestos para entrarle a la faena, tempranito en la mañana.
Los muchachos de la casa, que de manera inusual fueron enrolados en diversas tareas relacionadas con los preparativos encaminados por sus mayores, han comenzado a percibir, primero discretamente, y luego en intermitente magnitud, la caída de refulgentes bólidos helados, provenientes de las alturas, en disímiles tamaños que, antes que provocar aparatosas correrías infantiles tras el deleite de palpar su fría naturaleza o llevárselos a la boca para probar su incontaminado sabor, el buen juicio y la prudencia aconsejan mantenerse a buen recaudo de ellos, para evitar la ocurrencia de golpes, ‘chichones’ y sobresaltos repentinos, por la fuerza del impacto.
Lo que comenzó como una tanda de tronadas y relámpagos, seguida de una ligera llovizna ha pasado en convertirse en una torrencial granizada, y, por lo que se deduce del negro manto con que se ha encapotado el cielo y oscurecido la mañana, ya da señas de convertirse en una respetable tormenta.
La asistencia a clases ha debido ser suspendida, con mal disimulada alegría para la prole de la casa, y en los vacíos salones de la Escuela en penumbras, la Maestra habrá de contentarse con ver pasar por la cuneta incontenibles torrentes de lodosas y enturbiadas aguas, cañada abajo, mientras pasa balance a sus proyectos e ilusiones personales, que parecen diluirse dentro del agua, al igual que las efímeras esferas del granizo.
Un ensordecedor estruendo, dando cuenta de que algo con una fuerza demoledora se ha desprendido desde los altos cielos, sobrecoge de espanto a la meditabunda maestra, que rumia sus cuitas en soledad, desandando los pasos entre desocupados pupitres; y agarra también de sorpresa al coro de juerguistas que, de más en más, han estado sumándose a una improvisada partida de dominó, auspiciada por el hombre de la casa, para ocupar el tiempo en algo, en lo que pasa la lluvia.
Persignándose repetidas veces y aclamando vehementemente a “jesúmarijosé!!”, seguido de una sentida y fervorosa oración al Altísimo, la mujer implora por sí y los suyos la ‘gracia divina’, en este ‘momento de prueba’, al tiempo que increpa acremente, y tilda de impíos, a los bullangueros contertulios que, en actitud acorde con su reivindicada condición de ‘machos’ pretenden aparentar indiferencia y serenidad ante los efectos de la furiosa tormenta que, puertas afuera, asola todo lo que encuentra a su paso. Las desguazadas pencas de una mata de palma impactada por el rayo y que se observan, a lo lejos, por un ángulo de la ventana, son la más clara señal de la contundencia de la naturaleza, y, para la mujer, la confirmación de que “con las cosas de Dios no se juega”,en una obvia alusión critica a los irreverentes huéspedes que, a desgano, ha tenido que acoger en el sagrado recinto de su cocina.
De soslayo, el hombre dirige la vista hacia la lejanía, pendiente de un paño de tierra rectangular de considerable extensión, sembrado de vigorosas plantas de anchas hojas de tabaco, y, para sus adentros, aventura cálculos de las pérdidas que le habrá de provocar la repentina lluvia de perdigones helados. Y con resignación, consciente de que a las cosas de la naturaleza no ha de hacérseles reclamos ni reproches, concentra su atención en el juego, antes de que “se le pasen las fichas”.
Trepados en un elevado ‘soberao’, que de continuo sirve como depósito de sillas de montar, esterillas, árganas o sacos de henequén, los azorados chiquillos se deleitan observando la cruda exhibición de bravura y poderío, desplegados por el fenómeno meteorológico, en este día. Fuertes estertores sacuden a corpulentos árboles, secos ramajes vuelan por los aires, desprendidos con fiereza de sus entronques y poco a poco, el otrora limpio y ordenado patio ha devenido en convertirse en un enmarañado basural saturado de hojarasca, charamicos, trozos de madera y frutos desprendidos de las ramas de los copiosos frutales que rodean la casita. De antemano adivinan la jornada de limpieza que les espera, tan pronto pase el aguacero, a pesar de que estarían mas a gusto, a la vera del rugiente río que corre en las cercanías, correteando jaibas que huyen de las enturbiadas aguas y recogiendo parchas arrastradas por la corriente.
Con el paso de las horas, el deguste de café y batatas asadas con chocolate pronto hubo de dar paso a encomiendas culinarias más complicadas, y, resistiendo el embate de los fuertes vientos, contando apenas para protegerse con un saco de henequén colocado por encima de los hombros y su cabeza, a manera de capote, el hombre se lanzó hacia la vorágine del temporal, quedando cubierto de inmediato por el chaparrón. En breve regresó, completamente empapado y chorreando agua por doquier, blandiendo en una mano un racimo de plátanos, todavía tiernos, y en la otra, un robusto gallo ‘manilo’, atrapado entre las ramas de un cacao, en donde tiritaba de frío junto a otros congéneres.
Conocedora de la propensión del marido e entregarse al deleite de sancochos, locrios y otras delicias, en días de lluvia, máxime cuando –como en la ocasión-, tenía la casa llena de hambrientos contertulios, la mujer retomó la rienda de la cocina y se concentró en los preparativos de alguno de los deliciosos guisos en los que era una experta consumada. A su vez, alguno de los ‘convidados’ habría de complementar, con etílicos aportes, aquello que hacia falta, para seguir sobrellevando la lluviosa jornada.
- III -
El impacto de la tormenta fue disminuyendo, antes de finalizar la tarde. Un radiante sol dejó entrever su refulgente cabellera, dando vida a un auspicioso arco iris, poco antes de perderse en lontananza, en su incesante y eterno recorrido por la órbita celeste.
Los entretenidos juerguistas asomáronse al patio, luego de estirar las piernas para desentumecer los miembros, acalambrados por la prolongada inactividad. Innumerables charcos de terroso color pululaban por doquier en los caminos y veredas. Un blanquecino vapor comenzaba a emerger de la húmeda tierra a medida que iban haciendo su efecto los cálidos rayos del sol. Cual si despertasen de un sueño, los allí presentes sacudieron de sí la modorra y partieron a integrarse a sus respectivas tareas, que habían quedado en suspenso por efecto de las lluvias. Bandadas de mariposas, de un hermosísimo tono rosáceo revoloteaban haciendo cabriolas en los topes de los yerbajos en donde todavía se avizoraban gruesas gotas del cristalino líquido.
La naturaleza, fecunda bienhechora del universo, había mostrado una vez más su imponente poderío en aquel día. Al tiempo de irrigar en volúmen mas que suficiente los campos y sembradíos que, por efecto de la sequía ya empezaban a desfallecer, también realizaba una profiláctica labor de equilibrio ecológico y selectividad entre las especies, limpiando la superficie terrestre de basurales inmundicias y contaminantes, enviándolos río abajo para su deposición final.
Son las lluvias de la primavera, una viva estampa de las hermosas experiencias adquiridas en los llanos, cerros y escarpadas alturas de la provincia Dajabón y el resto de la línea noroeste, que fueron quedando grabadas en la retina, como en linotipo, para ser atesoradas en el recuerdo y ser sacadas a flote, en los días de nostalgia y soledad en que, alejados del terruño, con la vista perdida en el horizonte, desesperamos por encontrar las huellas de nuestros pasos, para retornar tras ellos.
( A Lili y José Dolores, con agradecido afecto; 06/11/2009. 9:00 p. m. ; NYC.)
Caramba, Boinayel ... !! ( * )
viernes, junio 12
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