A Papomena, que va por el mundo con su pueblo a cuestas.
Llevaba prisa el Almirante. Apremiantes urgencias justificaban su actitud, en las que resaltaba, más que nada, su interés en dar a conocer a los Reyes Católicos y las Cortes de España las riquezas y bondades habidas en los territorios recién descubiertos. Exóticos frutos y desconocidos especímenes de la flora y la fauna tropical ilustraban a más no poder los dechados y virtudes de estos hermosos territorios. Algunos pintorescos exponentes de las razas aborígenes de estos predios formaban parte de la tripulación, como muestra de la pureza y fortaleza de esta gente laboriosa y buena, saludable, espigada y, por sobre todo, amigable.
Y como colofón, junto a un sinnúmero de vasijas, potizas, utensilios y artículos artesanales de tipo religioso u ornamental, confeccionados con un alto nivel de calidad y perfección por los pobladores de los lugares recorridos, el ilustre genovés atesoraba una enorme cantidad de trozos, fragmentos, piedrecillas y areniscas de cierto dorado metal muy apreciado y codiciado por los componentes de la tripulación, a tal grado de llegar a la traición, insubordinación y conatos de amotinamiento como en efecto, ya había estado ocurriendo.
El Almirante de la Mar Océana, por su parte, reclamaba apenas, completar las muestras de las bondades de las nuevas tierras para ser ofrendadas a los Reyes de España como souvenirs. Después, con calma y sin desesperarse, llegaría el momento de la ‘repartidera’. Y para ello tenía bajo la manga importantes concesiones, definidas con lujo de detalles en las Estipulaciones de Santa Fe, que lo convertían en dueño –o, en su defecto, socio- de una parte importante del pastel, tan pronto se completase la hazaña y se encaminase de manera concreta la misión del Descubrimiento y Evangelización de esas nuevas tierras, consignadas a la sazón, de manera acomodaticia, en una visionaria acción de geopolítica, como El Nuevo Mundo.
Corrían los primeros días de Enero de 1493. La prisa por la partida, era refrenada apenas por la magnificencia y belleza sin par de un paisaje, unas tierras y una gente buena y amistosa, elementos que, en pocos días, habían agotado el uso de adjetivos y superlativos conocidos, en el lenguaje Castellano de la época.
‘La Niña’ surcaba las aguas a lo largo de la costa norte de La Hispaniola, nombre asignado por el marino genovés a aquella isla. El reciente descalabro de la carabela ‘Santa María’, motivado en el descuido y negligencia de gente poco dada a obedecer -como era común en la mayor parte de la ‘tripulación’, si se le puede llamar tal- había conllevado la construcción acelerada del Fuerte de La Navidad, con parte del maderámen de la nave siniestrada. Con suficientes alimentos y pertrechos y contando con la hospitalaria solidaridad del Cacique Guacanagarix, quedaron 39 marinos, cuyo peso habría sobrepasado la capacidad de las embarcaciones restantes. Y el Almirante levó anclas, luego de impartir innumerables disposiciones atinentes a la mesura, ecuanimidad, recato y probidad que debían guardar aquellos hispanos varados en la isla, en su trato con los nativos, hasta el regreso de la expedición, una vez completado el ciclo inicial de este primer viaje.
Negros nubarrones presagiando desgracias, aquejaban el ánimo del marino genovés, aquellos días de Enero, mientras las encrespadas olas de la mar océana golpeaban ruidosamente contra la quilla de La Niña y, con su catalejo, distraíase de la apatía y la abulia, avistando, mas allá de lo que a simple vista podía, las empinadas montañas teñidas de verde y los dilatados y bellos paisajes cubriendo todo el espacio, a su derecha: Islotes surcados por infinitos canales, de poca profundidad y variada fauna marina. Riachuelos y manantiales de cristalino fondo, diseminados entre los islotes, formando cenagales y, destacándose entre ellos, un poderoso río de amplio estuario, por donde podían entrar naos y cuyas caudalosas aguas arrastraban finísima arena e innumerables fragmentos de considerable tamaño del apetecible tesoro de áureo color. Como ‘Río del Oro’ le bautizó, a contrapelo de los nativos que se empecinaban en llamarle Yaque.
- II -
‘ … navegó así, al leste camino de un monte muy alto que quiere parescer ysla, pero no lo es porque tiene participación con tierra muy baxa, el qual tiene forma de un alfaneque muy hermoso al qual puso nombre Monte Cristo’.
Acorde a la usanza de la época, de designar con nombres que guardasen cierta relación o parecido con el ámbito, costumbres y denominaciones propias de los lugares de donde provenían y su cultura, el conquistador español iba marcando a su paso, con nombres propios o en homenaje al reino que financiaba su hazaña, cada espacio, palmo de tierra, relieve territorial o cosa avistada en estas latitudes y, para sus fines, ‘descubierto’.
En tal virtud, el Viernes 4 de Enero de 1493, el Almirante genovés Cristóbal Colón, en andanzas de Conquista, Colonización y ‘Evangelización’ por tierras que luego serían bautizadas como América, en la costa norte de una exuberante isla que ya había bautizado antes como La Hispaniola, avistó un impresionante promontorio que, acorde a su euforia, le pareció un ‘alfaneque’ –tienda o carpa usada por los árabes y beduinos en el desierto-, y que denominó de inmediato, en homenaje al Monte Calvario en donde Jesús recorrió el ultimo trayecto de su vida terrenal.
Quizás obró el destino para disipar y retrasar por varios días la aparatosa urgencia que impulsaba los planes agendados por el Almirante, pero lo cierto es que, gracias a una demora de más de 6 días la posteridad ha podido conocer, con lujo de detalles la descripción de todo el entorno territorial de lo que hoy conocemos como Monte Cristi, consignados en el Diario de bitácora del viaje.
En labores de reconocimiento, aquel conquistador hubo de recorrer, palmo a palmo, el irrepetible promontorio que dió nombre a la población (y a la actual provincia); su fauna, flora, altura, playas aledañas y la calidad de su arena. Avistó y visitó los islotes cercanos (Cayos 7 Hermanos), los manglares, caños y canales circundantes, las zonas adecuadas para establecer embarcaderos y la profundidad y amplitud de éstas. Apegado a ancestrales creencias de la mitología griega y romana confundió los Manatíes con ‘sirenas’ –de los cuales refiere haber avistado 6 entre los manglares-, a pesar de que exterioriza cierto ‘desencanto’ respecto al nivel de ‘belleza’ que esperaba encontrar en nuestros inofensivos mamíferos marinos.
Observó también innumerable cantidad de Tortugas, en pleno proceso de desovar en tierra, en el área costera al oriente del Morro, en ruta hacia la extensión territorial que denominaría Punta Roxa (Rucia).
Para su satisfacción, obtuvo confirmación de las referencias que tenia de que el río grande, su ‘Río de Oro’ llamado por los indígenas Yaque, arrastraba grandes volúmenes de areniscas de oro que a su vez eran desprendimientos de grandes yacimientos ubicados al sudeste, siguiendo la vasta llanura hasta el centro de eso que llamaban Cibao.
Y creyendo que, al decir Cibao los nativos quisiesen decir Cipango, el empecinado marino reemprendió la ruta de vuelta a España, lleno de alborozo y firmemente convencido de que aquel mítico lugar tan ansiosamente buscado “ … estava en aquella ysla, y que ay mucho oro y especería y almácigo y ruybarbo”.
- III -
Otros tesoros de mucho mayor valor que el oro están presentes en Monte Cristi, han subsistido a través del tiempo y ningún codicioso podrá jamás conquistar ni avasallar.
Están en la inmensidad de sus paisajes, la imponente mansedumbre de su cerro, la hermosura de sus mujeres y la bravura indoblegable de sus hombres.
Están, por sobre todas las cosas, en el ánimo inquebrantable de cada montecristeño en salir adelante, venciendo las dificultades y la adversidad.
Están presentes en el cambrón, el guatapanal y la zábila, que coexisten junto al arroz y los platanales, compartiendo el cálido aliento del sol liniero con las benignas y gratificantes caricias de las frescas aguas del Yaque.
Están, en la enigmática y arrogante belleza de la flor del Cayuco, flor de un día, desafiante de los ardientes rayos del sol imperante en las infinitas llanuras de la región.
Esas virtudes –y un millón de cosas mas- están presentes en la indómita tierra de los generales, del ‘perico ripiao’, del chivo liniero y del sol que quema, pero endurece.
Seguro estoy de que más de un montecristeño puede mostrarnos todas esas cosas hermosas que el ‘descubridor’ genovés no fue capaz de ver –ni habría podido llevarse-
En las alturas del Morro vibra la dominicanidad; Allí reside el orgullo y la noble estirpe de cada montecristeño.
Conservémoslo!!
por Sergio Reyes II.
sergioreyII@hotmail.com
11/27/2009; 12:30 p.m. NYC.
MONTE CRISTO.
sábado, noviembre 28
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario